Nací en Madrid, he trabajado y residido en varios lugares del mundo, pero los tres años y medio que estuve en Brasil transformaron mi mirada sobre muchas cosas, y específicamente, sobre el cine. Admiro profundamente el cine brasileño porque considero que está mucho más vinculado a la sociedad que el cine europeo. Siento que el motor del cine brasileño es aún cuestionar, querer decir, provocar. Ustedes creen en el poder del cine como herramienta de transformación. En Europa, veo que el principal móvil es la película en sí misma, querer hacer una buena cinta. Es mucho más narcisista, más académico. Ustedes hacen un cine con una espontaneidad que puede parecer imperfecta pero que está más llena de vida, y para mí eso es mucho más emocionante.

Antes de filmar “Ex Shaman” (Ex-Pajé) (2018), también del diretor Luiz Bolognesi, no había tenido ningún contacto con los pueblos originarios. Durante los años en que viví en Brasil siempre tuve un interés sobre la identidad brasileña, había leído a Sergio Buarque de Holanda y a Levi-Strauss, pero nunca profundicé en el tema. El proceso de realizar estas dos películas, y haber tenido la oportunidad de convivir con los Paiter Surui y los Yanomami, y de escuchar sus historias contadas por ellos mismos, me ofreció una conexión con todas esas cuestiones que alcanzó una forma física, política y espiritual. Realmente soy otra persona desde que tuve esos contactos, aprendí a luchar contra mi etnocentrismo y ahora veo el mundo de otra manera.

Y todo esto gracias a Luiz Bolognesi, a quien conocí en la preproducción de “Como nuestros padres” (Como nossos país) (2017), de Laís Bondanzky. Él era el guionista y el productor, siempre estaba cerca del set y le había gustado el abordaje de la película con una dinámica que tendía a veces hacia el documental. Me dijo que tenía un proyecto sobre chamanes pero yo todavía no sabía qué era un chamán. Luego fuimos aproximándonos y me invitó a participar en el proyecto. Él se graduó en antropología y tiene un gran amor y conocimiento por los pueblos originarios, lo que aunado a su sensibilidad artística, responsabilidad política y ganas de hacer cine, hacen de él una persona muy especial. Recuerdo que hicimos una larga preproducción, con muchos diálogos, viendo juntos películas (documentales, ficción y hasta animaciones japonesas), hablando y oyendo mucho a Luiz, algo que, por cierto, es un verdadero placer.

“Ex Shaman” guardaba mucha conexión con el hombre blanco de la ciudad puesto que el chamán había tenido que adoptar la religión evangélica para no quedarse aislado en su comunidad. Era también una aproximación externa y más académica, pictórica y ortodoxa en los encuadres. Fuimos muy influenciados por el cine de Apichatpong Weerasethakul, más concretamente por “Cementerio de esplendor” (2015), que había acabado de ser lanzado a esa altura. Ahora, con el tiempo, creo que estábamos imponiendo una mirada. Había una rigidez en la forma, que encuentro incluso interesante porque dialoga con el conflicto del personaje. Pero en “La ultima Floresta” queríamos lo contrario, algo más orgánico, que fluyera, no queríamos imponer límites formales. Es como si las dos películas formaran un díptico de visiones contrapuestas, traducidas también en su lenguaje. En una de ellas el chamán está siendo oprimido, existe una rigidez estética. En la otra el chamán resiste, lucha por su libertad, el lenguaje tiene más movimiento, y es más dinámica.

Luiz dejó claro que quería películas bonitas, estéticas en el discurso. No se trataba de hacer un reportaje o dar la impresión de un pueblo apesadumbrado. La idea era transmitir vitalidad, belleza y resistencia. Los dos filmes tuvieron un presupuesto muy bajo. En “Ex Shaman” teníamos apenas un primer asistente de cámara, Alessandro Valese. Rodrigo Macedo, responsable por el sonido, hacía el papel de logger. En “La última floresta”, además de Valese, resolvimos llevar un loger, Filipe Caneo, para ahorrarnos el tiempo de ese trabajo. Él también operaba el dron. En ambas películas estuvo Carolina Fernandes, productora y asistente de dirección que fue fundamental por su experiencia con pueblos nativos, su talento y su sensibilidad.

Un equipo pequeño tiene muchas ventajas. La agilidad para adaptarse a las situaciones e imprevistos es mucho mayor. Además, en películas como estas, la intimidad y la relación con aquello que se está contando se hace tan fuerte que acaba por crearse una dinámica muy creativa, donde se habla mucho de la historia que se narra entre todos, de manera muy horizontal.

En las dos producciones la propuesta fotográfica era que la propia iluminación del lugar fuera nuestro camión de luz. Para comenzar, yo ni siquiera quería llevar un reflector. Quería retratar el lugar con sus características luminosas sin intervención de ningún aparato externo al entorno. Quería hacer el esfuerzo de adaptarme a ese paisaje y descubrir su esencia, sin traer ningún truco que pudiera hacer encajar la imagen en un patrón determinado.

Sin llevar luces, pero con la necesidad de retratar la piel, tendríamos una relación de contraste muy grande entre los interiores y los exteriores. Requeríamos un sensor para salvar esa circunstancia. Usamos una Amira, que tiene el mismo sensor de la Arri, y que óptima si no necesitas filmar a 4k o en RAW. Es una cámara que parece algo menor pero es muy interesante, y sale más barata.

Para “La última floresta” usamos lentes Zeiss 1.3 superspeed MKII, esos que tienen un diafragma triangular. Tomé la decisión de hacer los planos generales con el diafragma muy cerrado. Era tanta la información visual que deseaba que todo aquello estuviera en cada detalle. En “Ex Shaman”, saqué un diafragma más abierto y sentí falta de ese detalle, ya durante las proyecciones. Nosotros, los fotógrafos y fotógrafas, normalmente tenemos miedo de la definición, esto es, de que el trabajo acabe con una cara muy digital. Decidí sacar unos generales a 8 y a 11. En el monitor on board parecía que quedaba muy duro pero en la pantalla grande es un espectáculo casi tridimensional. Era una cuestión de humildad y de confiar en lo que se tiene frente a la cámara. Fue arriesgado para mí porque nunca había filmado con tanta definición, pero los lugares tenían tanta profundidad que tenía el deseo de verlo todo.

Para mí el mayor conflicto de todo el rodaje fue pretender contar la historia de los Yanomami sin ser uno de ellos, pues soy una persona no-indígena. Esto a pesar de que Davi Kopenawa estaba en el proyecto desde el principio, desarrollando las ideas del guion junto a Luiz. El desafío era cómo retratar con respeto tanta sabiduría ancestral sin imponer el lenguaje del hombre de la ciudad. Yo acababa de asistir, en Lisboa, a una muestra de cine amerindio compuesto por filmes grabados por indígenas, con curaduría de Ailton Krenak. El título de una de las películas, inclusive, era “Ya me transformé en Imagen” (2008), dirigido por Zezinho Yube. Ese filme me impactó tanto porque gracias a él entendí la importancia que ellos otorgan al hecho de ser grabados, al “convertirse en imagen”, y el paralelo que eso tiene con la idea de ser cazado.

Y, claro, con todo eso en mi cabeza, confieso que, en los primeros días de rodaje me sentía exactamente como un cazador en un safari. No dormíamos con ellos en la aldea. Nos hospedamos en un puesto de salud a 2 km de distancia. Dormíamos, nos bañábamos e nos íbamos a grabar vestidos con nuestros disfraces de cineastas en la selva, con nuestras botellitas de agua Decathlon. En mi se instalaba un conflicto moral, pensaba que era algo sagrado que no podíamos banalizar, y es que era como si estuviera allá para cazar imágenes y hacer una película para la gente de la ciudad, haciendo a los indígenas “volverse imagen”.

Con el paso de los días empecé a estar más a gusto porque tuvimos experiencias de vida con ellos. No se trataba sólo de grabar. Caminábamos juntos en la selva, comíamos y jugábamos. Éramos como niños, dado que no sabíamos nada y estábamos allí para aprenderlo todo con ellos. No sabíamos ni dónde pisar. Todo esto provocaba que nuestros mundos, tan diferentes, se encontraran en el juego de hacer una película. Era un ejercicio de humildad tanto suyo como nuestro, que creo que se comunica en la película.

El pueblo Yanomami tiene una fisionomía de rasgos muy lindos, ellos transmiten vitalidad. Son personas sanas y fuertes. A veces les mostrábamos las imágenes y las encontraban graciosísimas, bromeaban, porque tienen un gran sentido del humor. Tampoco tienen miedo al conflicto. Si algo les disgusta, lo dicen con la mayor tranquilidad. Cuando teníamos que hacer más de una toma, muchas veces no les caía en gracia y quedaba claro por su actitud que era mejor parar, que no valdría la pena seguir, y todo estaría bien. Davi, normalmente, es súper crítico. Teníamos miedo cuando él llegaba para ver lo que grabábamos.

Después que estrenar la película caí en cuenta de que era más bien Davi quien nos cazaba. Era él quien estaba agarrando a las personas de ciudad y colocándolas al servicio de su pueblo. Es una persona mágica, extremamente sensible e inteligente. Un gran guerrero. Luiz decía que el cine era como un sueño y Davi respondía: “Entonces soñemos juntos”.

Mi conflicto moral con el hecho de “cazar imágenes” se resolvió cuando tuvimos el gran privilegio de “devolver” esas imágenes al propio pueblo Yanomami, cuando regresamos a la aldea Watoriki para presentarles una proyección. Fue mágico y fue uno de los momentos más felices que ya he vivido con el cine. Sentí que nuestra película era un encuentro de dos culturas, que durante 80 minutos compartía un sueño y una lucha común, como bien decía Davi. Solo deseo que la película ayude a que ese sueño sea compartido, cada vez más, por más y más personas.

Nuestra fascinación por ellos y su confianza hacia nosotros crecieron mutuamente a lo largo de las grabaciones. Una de las últimas escenas rodadas fue el momento del gran ritual chamánico, que ellos nunca habían presentado ante nadie. A esa altura ya conocíamos a cada pajé y ellos a nosotros. Ya teníamos una conexión. Fueron horas enteras. Entramos en la danza con la cámara. Yo me sentía muy agradecido por ser invitado a ese momento tan íntimo y tan fuerte, al tiempo que sentía una gran responsabilidad.

Tanto en el documental como en la ficción es necesario que haya confianza plena entre quien está frente a la cámara y quien se encuentra tras ella. En el documental esto es aún más importante, puesto que estamos participando de la vida de los otros, como invitados. No existe una técnica o una mecánica. Es un asunto de sensibilidad y conexión personal. Mi estrategia es intentar pasar desapercibido hasta donde sea posible y no interactuar mucho. Tratar a las personas con mucho cariño. Amo la frase: “gentileza genera gentileza”. Algunas semanas antes de ir a Brasil para comenzar a rodar, murió la directora francesa Agnès Varda. Entre las cosas que salieron por la prensa, leí una frase suya que llevé como gran referencia para la película: “sólo se puede hacer cine con empatía y amor”. Eso se transmite en la imágenes mucho más que en el movimiento de la cámara o en la posición del trípode.

Cuando estás filmando, cuando estás en la cámara, no tienes todo el tiempo del montaje, sino apenas el tiempo de la acción. Es importante estar consciente de que las personas van a verlo todo en otro tiempo, en otra concentración. Por eso ayuda mucho tener la experiencia de, alguna vez, haber editado tu propio material. También recomiendo mucho pasar por la sala de montaje para observar el material con el montador o la montadora. Una gran amiga montadora me recomendó, en mis inicios, que era bueno contar hasta cinco antes de mudar un cuadro. Esto ayuda mucho a tener consciencia del tiempo de lectura y reducir nuestra ansiedad al grabar. Tenemos que aceptar que vamos a perder cosas que están sucediendo al mismo tiempo, pero tienes que confiar en tu intuición, en aquello sobre lo que decidiste concentrar tu atención, porque el cine muchas veces va hasta lo que se encuentra fuera del encuadre.

Esa discusión sobre lo que es y no real es algo casi filosófico. No veo la vida de una forma dualista. Me gusta estar en el medio. En la vida todo es interpretación. Hoy en día es muy política esa relación entre lo que es verdad y lo que es mentira. La verdad es un pedazo de un espejo roto por un martillo, y cada uno decide con qué pedazo quedarse. En el caso del documental “La última floresta”, existe una magia en la cotidianidad que es difícil de distinguir. Esto está muy claro para los yanomami. Para ellos no existe disociación entre sueño y realidad. Lo que ellos han soñado, ha sucedido.

Un día de rodaje un compañero Yanomami llegó cansado. Luiz le preguntó el motivo y él respondió que había pasado la noche cazando un jaguar, en un sueño. En la fotografía de la película intentamos transmitir esa sensación de ambigüedad, sin diferenciar mucho entre sueño y realidad. En las secuencias de sueños hicimos apenas algunas mínimas modificaciones de color y un pequeño glow en las highlights, pero de una forma muy sutil, buscando un misterio que tiene que ver con cosas que no se entienden muy bien, pero que puedes sentir. La película busca comunicar esa idea de espiritualidad, esa cosmología, esa interpretación del mundo.

Existen muchos elementos en el paisaje de las tierras Yanomami que son un tesoro para un fotógrafo o fotógrafa. Los colores son un gran regalo que sólo necesitábamos potencializar, por eso quisimos tener una película con una alta definición de color. En esa decisión ayudó mucho el talento y la sensibilidad de la gran Luisa Cavanagh, de Quanta Post, quien también hizo el color de “Ex Shaman”, y que, para mí, es insustituible.

Por ejemplo, en la selva, sobre personajes más caucasianos, el verde se reflejaría en la piel. En el caso de los Yanomami, su piel es casi roja. A tanta mayor información de color, mayor el contraste cromático que se produce entre verde/cian y rojo. Al ser colores complementarios, resulta una combinación perfecta para resaltar tanto la piel como la selva, generando un efecto casi mágico por el que parece que los personajes están saliendo de la pantalla como en una imagen tridimensional.

La propia constitución de la aldea Watoriki es un perfecto set de grabación que podría haber sido diseñado por el mejor de los gaffers y el mejor director o directora de arte. Al centro tiene un gran círculo a cielo abierto que hace que la luz rebote en la tierra. En las partes cubiertas, en las que el techo es muy bajo, la iluminación nunca llega a impactar directamente. Es una luz lateral reflejada por la tierra roja, que incide sobre los personajes, con una pared oculta al fondo que sirve de negativo para contener la luz.

La mayor cuestión era cómo girar a los personajes en relación al ángulo de la luz que entraba desde el círculo central. Eso dependía de la relación de contraste que era más interesante para cada escena, ya que las posibilidades eran infinitas. También necesitábamos tener cuidado con la contraluz, para moderar su uso y utilizarlo narrativamente.

La aldea Watoriki tiene toda una arquitectura producida por la luz. Todos comparten el mismo espacio circular sin paredes o divisiones. Es la luz la que hace esa división. Ellos pueden preservar los momentos de intimidad de forma que apenas sea posible ver al vecino en los lugares donde hay fuego o una linterna encendida. El resto queda en la más completa oscuridad. Es fascinante el nivel fotográfico. Queríamos preservar eso sin introducir ninguna fuente de luz externa.

En el testimonio de Davi bajo la luna llena usamos una Sony 7S con 32 mil sensibilidad con los lentes Zeiss de 1.3. La luz lunar en esos lugares es increíble, es como un enorme proyector. La primera noche me quedé solo con la cámara en la mano, ubicado en lugares discretos, casi como un ninja, invisible. Con un equipo normal de grabación nunca sería posible llegar a los lugares en los que filmé. Algunos de esos planos fueron grabados con 64 mil de ISO, y muchos de ellos están en la película.

Quedé maravillado con algunas secuencias que generaban un efecto de flare cuando las hamacas se balanceaban frente al fuego. Al acercarnos al humo cuando necesitamos grabar cerca de las hogueras, hacía un calor insufrible. A veces aumentábamos la humareda con más madera y el calor y el humo crecían, naturalmente. Entonces sí llegamos a usar un pequeño reflector plateado para las secuencias que tenían diálogos y en las que debíamos hacer varios planos con continuidad de luz, pero yo siempre lo dejaba lejos y medio ladeado, nunca directo. Lo consideré preferible a usar un LED o velas, pues la temperatura y la calidad de luz quedarían muy artificiales. Mi ojo sudaba tanto que no podía ni siquiera enfocar. Sufrimos. Por momentos pensé que el material podría quedar demasiado oscuro o con mucho ruido, pero no había cómo evaluar eso sobre la marcha. Igual, nos arriesgamos, aguantamos (¡muchas gracias al equipo!) y las secuencias quedaron extraordinarias y están entre las escenas que más me gustan. Siempre que vuelvo a ver la película, siento que estoy ahí, junto a ellos.

Con la Amira, incluso de día, filmamos a 1.250 y a veces a 1.600. Reconozco que esa valentía para forzar la sensibilidad fue una influencia del trabajo de Pedro Sotero en ‘Aquarius”, cuando le escuché decir que rodó toda la película a 1.600.

Hice tres pruebas en 2:35:1 a partir de fotografías que Luiz Bolognesi había hecho durante las investigaciones. Me pareció que la arquitectura de los pueblos originarios dialoga bien con ese formato, puesto que las malocas tienen ese diseño de entradas horizontales. Es como si invitáramos a esa cultura al lenguaje cinematográfico de masas. Usamos la misma ventana en “Es Shaman”. Esto refuerza esa idea del díptico, al provocar que el público vea dos mundos a partir de la misma ventana. Todo este asunto de la elección de la ventana, sin embargo, es algo muy emocional. No hay ningún argumento técnico ni intelectual.

El guion tenía apenas 20 páginas concentradas sobre la historia del mito de origen. También estaban definidos ya algunos personajes que serían retratados, como las mujeres, Davi Kopenawa y el cazador Pedrinho Yanomami. Pero fue durante las grabaciones que creamos juntos las narrativas, que estaban más en la mente de Luiz que en el guion.

Para “La última floresta” no quería trabajar con referentes. No quería ver nada por los ojos de otro. Quería estar allí para ver mi propia experiencia y tener una impresión personal.

Conozco el trabajo de Claudia Andujar pero no quise verlo nuevamente. También me pareció increíble el trabajo que hizo Azul Serra para el video de los 25 años del instituto Socioambiental, pero sólo lo vi una vez. No consideraba interesante llegar con informaciones proporcionadas por otros no-indígenas. Por eso es que pienso que fue tan importante haber visto la Mostra Ameríndia con películas producidas por los propios indígenas, así como la oportunidad que tuve de conocer personalmente a Ailton Krenak, y de poder oírlo durante esos días.

Claro que el libro “A queda do céu” (La caída del cielo”) (2015), de Davi Kopenawa, que comencé a leer tan pronto acabé de filmar “Es Shaman”, fue fundamental para acercarme a la cultura Yanomami. Es una literatura que estimula la imaginación, que está entre la poesía y la filosofía, y en la que esa sensación de sueño y realidad es una constante. Ese libro me hizo sentir que ya estaba en Watoriki, con Davi, antes de ir a la aldea. Es mágico.

Invocar referentes cinematográficos puede llegar a ser limitante. Normalmente veo muchos filmes cuando estoy en procesos de preproducción, pero cada vez los uso menos como referentes. Creo que las películas no estimulan tanto nuestra creatividad sino que más bien nos impulsan a la imitación. Para mí, en un proceso creativo resulta más estimulante la pintura, la literatura, pasear, nadar, meditar…o cualquier cosa que da placer en la vida.

El primer día de grabación fue en Harvard, donde Davi Kopenawa dio una conferencia. Teníamos que filmar eso porque era muy simbólico ya que el génesis del proyecto buscaba llevar la voz de los Yanomami adonde no estaba. Filmamos la presentación y el cuarto de hotel. Ya habíamos hablado mucho sobre el lenguaje, pero la gran cuestión era cómo hacer esa transición entre la tierra Yanomami y el mundo de la ciudad.

Creamos la secuencia de la cama, que podría estar relacionada a un sueño o a una pesadilla, a un algo onírico y misterioso. Rodamos también un movimiento con algunos árboles que sugieren ese paso a través de la naturaleza Todo sin saber, a esa altura, dónde podría encajarse esto dentro del montaje.

En el auditorio de la universidad dejamos la cámara más lejos, adoptando una perspectiva académica que permitiera ver a los blancos, a los no-indígenas, ante Davi. Cuando la película se proyecta esto produce un efecto de espejo, puesto que la platea del cine se transforma en la platea que oye la conferencia.

Estas grabaciones ocurrieron los dos primeros días del rodaje, con un equipo todavía más pequeño: yo (llevando una Canon c300 + Zeiss 1.3), y Luiz y Carol en la producción.

“La última floresta” me transformó física y emocionalmente, pero prefiero no mezclar mi propia historia con la de la película. No tengo problemas para contar que sufrí un accidente durante las grabaciones, que un árbol cayó encima de mí, pero creo que hicimos esta película para dar voz al pueblo Yanomami, que sufre hace tantos milenios. La narrativa del hombre blanco que sufrió un accidente haciendo una película es, para mí, un poco narcisista, incomparable con la lucha y la sobrevivencia de aquel pueblo.

Yo sobreviví gracias a una serie de circunstancias mágicas y porque estuve rodeado de un gran equipo: los propios Yanomami, Luiz, Carol, Alemão, Macedo y Filipe, en el set, pero también Caio, Fabiano, Laís, Dani, Nati y Pablo, y de las productoras Gullane y Buriti Filmes…e mucha gente más. Personas que, además de ser muy talentosas y amantes del cine, son grandes seres humanos con corazones enormes y una empatía gigante. Porque sólo así es que puede hacerse cine, rodeado de gente a la que amas y respetas. ¿No es así, querida Agnès Varda?

 

 

 

El Español Pedro J. Marquez comenzó su carrera de fotógrafo de cine en Madrid, en el año 2000, y también ha vivido en las ciudades de São Paulo, Rio de janeiro, La Habana y Tokio. Después de fotografiar dos decenas de cortos y documentales a lo largo de diez años, firmó la cinematografía del largometraje español “Secuestrados” (2010), un suspenso formado por 12 planos secuencia grabados en sólo 12 días. Gracias a la relevancia de su trabajo en esta película, el director japonés Ryuhei Kitamura le confió la superproducción japonesa “Lupin III y el corazón púrpura de Cleopatra” (2015), adaptación del mangá Lupin III. Esta película tuvo un gran éxito en Japón, con más de 23 millones de dólares de billetería en el año 2015. En Cuba fotografió el largometraje policial “Vientos de La Habana” (2016) y la serie “Cuatro estaciones en La Habana” (2016), de Netflix, vencedora del premio Platino. En España también grabó el documental “Saura (s)” (2017)

https://pjmarquez.com/

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